Los gestos anulan, la agresión atenta contra la armonía. La violencia estalla en los polos más extremos. Desde la televisión lanzan mensajes de ataque. Desde las redes se reproducen memes ofensivos, mientras que en el mundo personal las frases hirientes proliferan. Estamos en la era de la supresión.
Los antagonismos invaden el mundo. En Italia, llegó al poder Giorgia Meloni, conocida por su intolerancia a las diferencias. En Estados Unidos, Donald Trump planea volver a la presidencia, el mismo que quiso construir un muro entre Estados Unidos y México. En Chile llego a ser candidato presidencial José Antonio Kast y en Brasil gobernó hace tres años Jair Bolsonaro.
La pandemia atrajo movimientos intolerantes. Nacen de la sociedad y a la vez son una expresión de descontento. Emergen de los errores políticos, como aquellas cuestiones no deseadas. Las personas reaccionan, se enojan, muestran su malestar. Pero también exponen los vicios sociales. Mogólico, como insulto, se transforma en una grave naturalización, hasta fue usado por un excandidato presidencial. Los memes discriminatorios trazan la vida cotidiana, allí donde se confunde el humor con matices machistas, racistas, xenófobos o homofóbicos.
Hablar de fenómenos aislados roza la ingenuidad. Vivimos en una sociedad donde se festejan muertes y despedidos laborales, una sociedad que divide las aguas entre buenos y malos. El dedo estigmatizador se empecina en señalar, crea nuevos residuos y somete a miradas inquisidoras. Las deshumanización está a la orden del día, las personas de carne y hueso no figuran en el mapa.
“Si lleva estas medidas de ajuste, lo van a tirar al Riachuelo" y "Los voy a dejar sin un peso, los voy a fundir a todos” conectan la imprudencia desde aristas opuestas.
Las pantallas son el refugio de los intolerantes. Los comentarios llueven, los "Me gusta" manifiestan ironías y goces, los retuiteos avalan agresiones. La bola de nieve es indomable. El tiempo productivo se pierde entre ruidos. No se apaga el fuego con un balde de nafta.